viernes, 11 de noviembre de 2011

Día 2



Eran las 3 de la mañana cuando me disponía a salir de casa. La noche era oscura a pesar de que la extraña luz aún surcaba el cielo de nuestro planeta. Se oían voces que provenían de la calle, la gente corría y se agolpaba sin rumbo debido al terremoto que habíamos vivido, el miedo se había apoderado de la ciudad. Y aun así yo iba a abandonar la seguridad de mi refugio para adentrarme en aquel peligroso caos. En aquel momento fue la decisión más loca que pude haber tomado pero con el tiempo entendí que aquella tremenda temeridad me salvó la vida.


Antes de salir miré por la mirilla y tras observar con detenimiento la soledad de mi rellano, giré el pomo de la puerta. Puse un pie tembloroso en el ennegrecido y roto descansillo que algún día fue una brillante e impoluta zona comunitaria, adornada con macetas llenas de flores de vivos colores que atendían con esmero los habitantes de cada planta del edificio. Cerré la puerta con cuidado de no hacer ningún ruido y con el mismo sigilo, bajé uno a uno los escalones de los 8 pisos del edificio junto a mi pequeño pero fiel amigo.

Al llegar al portal me escondí entre una pila de buzones rotos que alguien, no sé con qué fin, había arrancado uno a uno de la pared de mármol de la entrada. Desde allí observé la calle, parecía vacía, era el momento idóneo para salir. Justo cuando abandonaba la montaña de buzones una oleada de gente cruzó la calle. Me escondí tan rápido como mis piernas me lo permitieron pero la oleada pareció haberme visto, pues con gran desesperación trataban de abrir la puerta del portal. Menos mal que los pocos que habitábamos el edificio tomabamos la precaución de cerrar con llave la puerta. Varios individuos con cara de pocos amigos miraban entre los barrotes inspeccionando el interior del portal. El corazón me latía rápido y acompasado con los espasmos a modo de temblores de mis extremidades. Pokito se encontraba a mi lado quieto pero vigilante, con las orejas en punta preparado para atacar si fuera necesario. Alguien pegó un codazo a otro alguien y dio lugar al comienzo de una pelea. Los empujones y puñetazos hicieron perder el  interés por mí, y la oleada abandonó poco a
poco la calle, hasta volver a quedar vacía.

Esperé unos instantes a que me regresara la calma y con la oxidada llave del portal en la mano, corrí a la entrada. Al salir al exterior, una bofetada de podrido me sacudió la cara, la basura inundaba las aceras y el estropeado asfalto. Cogí aire por la boca para no respirar tan nauseabundo olor y eché a correr calle abajo en dirección al descampado que horas antes había divisado por mi viejo telescopio. Esquivé varios contenedores de basura caídos y lo que parecía ser un puesto de prensa desvalijado. Pero al mirar hacia atrás para asegurarme de que nadie me perseguía tropecé con unas latas y no pude evitar caerme al suelo. Al intentar levantarme me di cuenta que había caído sobre un hombre muerto. No tenía ojos y por la boca  unos gordos y viscosos gusanos se agitaban en una danza mortecina. Grité y me incorporé. Asqueada me sacudí los gusanos que se me habían pegado a la ropa, pateé una rata que se interponía en mi camino y continué mi frenético rumbo hacia el descampado.

Tras varios minutos de carrera casi había llegado. Solo tenía que cruzar el puente y llegaría a mi deseado destino. Pero pasar por aquel puente fue más difícil de lo que a simple vista parecía.

Me agarré a la barandilla y pisé con cuidado cada uno de los tablones de madera que formaban el agrietado suelo. Cuando solo quedaban unos metros para llegar al otro lado del puente, me di cuenta que faltaban varios tablones. Tampoco había barandilla con la que ayudarme, la única forma de pasar era saltando. Tomé impulso y salté todo lo que pude, pero no fue lo suficiente porque quedé colgada, siendo mi única forma de sujeción las manos. Clavé las uñas en la arena e intenté subir las piernas, pero no pude. El cansancio me hacía resbalar así que miré hacia abajo en busca de otra forma de escapar. Bajo mis pies cruzaba el turbio y frio rio. Si caía quizás podía salvarme pero no sería muy agradable, el agua estaba sucia y contaminada, no solo por los residuos que un día dejamos cuando éramos un planeta rico y contaminante, sino también por los cuerpos putrefactos que surcaban las aguas. Pokito ladraba nervioso, él si había logrado llegar al otro lado, pero no sabía cómo ayudarme. Si  hubiera sido un pastor alemán u otra raza de gran envergadura podía haberme agarrado a él pero mi leal Pokito era un pequeño mestizo de Pomerania.

-¡SSShh! Calla Pokito, que nos van a oír.-Susurré para tranquilizar a mi perro. Teníamos que guardar silencio a pesar de lo complicado de la situación.

Resbalé unos centímetros y mi pie derecho dio con un ladrillo que sobresalía un poco más respecto a los demás. Coloqué la punta del pie sobre él y me impulsé subiendo la pierna izquierda, logrando por fin subir. El ladrillo cayó y se sumergió en el fondo del oscuro rio.

Corrí  eufórica hacia el descampado y coloqué con gran agilidad el telescopio que llevaba en la mochila. Miré por él pero había llegado tarde, la luz ya no estaba.

Oí un ruido detrás de mí, me había dado tanta prisa por mirar por el telescopio que me había olvidado por completo de revisar el perímetro. Al girarme una figura humana me observaba con curiosidad.

-¡Alto! No te acerques más o diré a mi perro que te ataque.-Grité al desconocido.

-¿A tu perro? Querrás decir a tu peluche.

La verdad  es que Pokito se asemejaba mucho a un osito de peluche, su diminuto hocico marrón, sus graciosas orejas, su largo y suave pelo dorado, y su pomposa cola blanca le otorgaban tan dulce aspecto.

-Mi peluche no dudará en morder sin compasión la parte del cuerpo que yo le indique.-Chillé al extraño con tono duro y arrogante. Necesitaba asustarle.

-Pero si es un perro muy dulce.-Respondió el extraño dando varios pasos hacia delante.

Para sorpresa del hombre, Pokito enseñó sus afilados dientes y gruñó enfadado dispuesto a atacar a la persona que había osado acercarse demasiado a su dueña.

-Vale, vale, lo he entendido. Dile a tu perro que no me ataque.-Dijo mientras retrocedía.

-¿Y por qué iba yo hacer eso? Puedes ser peligroso.

-¿Peligroso yo? Soy pacifico, nunca me he peleado con nadie. Solo he venido porque te vi mirando por el telescopio.

-¿Que te importa que haga o deje de hacer?-Pregunté
contrariada ante aquella respuesta.

-Imagino que tratabas de ver la luz, ¿no?

-Sí y ¿qué?

-Pues que ya no está, has llegado tarde.

-Ya sé que he llegado tarde, ¡no soy ciega! Dices unas cosas muy insolentes para tener un perro rabioso apunto de morderte.

-Ya, ya sé que… sabes que has lle llegado tarde.-Tartamudeó el hombre por el pánico-. Solo quería decirte que yo si lo he visto y puedo contarte lo que era.

-Así y ¿qué era?-Pregunté ansiosa.

-Una nave espacial y por la palabra que llevaba escrita era alemana.

-¿Una nave? ¿Estás seguro? ¿Cuéntame más?

-¡Oye, si quieres que te cuente más dile a tu perro que deje de mirarme asesinamente!

-¡Descansa Pokito! –El perro dejó de enseñar los dientes y se sentó-. Ahora habla.

-Pues sin duda era una nave, un cohete y alemán. –El hombre se rascó la cabeza dubitativo y volvió a hablar-. Es lo único que sé.

-¿Ya está? ¿Solo sabes eso? Que decepción. He arriesgado mi vida para no saber nada.-Dije molesta.

-Bueno si te sirve de algo, mi grupo y yo también hemos visto de donde salía el cohete y queremos ir para indagar más. Quizás son los militares o el gobierno, y han encontrado alguna solución para el final del mundo.-Sonrió el hombre mientras levantaba los hombros.

No parecía ser la única persona que había tenido aquella desequilibrada idea y el averiguar de dónde salió aquella nave espacial me parecía muy interesante, pero no sabía si podía fiarme de un desconocido o peor aún de un grupo de desconocidos. El extraño interrumpió mis pensamientos y dijó:

-Puedes acompañarnos si tú quieres, no nos importa. Tu ayuda será bien recibida, el mundo es ahora muy peligroso y cuantos más seamos mejor. Además, tu peluche nos será muy útil. Yo soy el que más impone de mi grupo y tu perro me ha puesto a raya.-Rió el hombre-. ¿Te apuntas?

-Está bien pero el perro se llama Pokito.-Contesté ofendida.

-Yo soy Samuel y ¿tú eres…?

-María, mi nombre es María.

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